"Cualquier relato es una mentira, es un cuento.
Pero te toca porque te revela una verdad".
Rafael Álvarez (El Brujo)
Hoy le voy a contar un cuento. Mejor dicho, lo voy a intentar. Lo de los relatos no es lo mío. El relato lleva una carga poética, una prosodia que no se si conseguiré alcanzar; acostumbrado como estoy al informe, al lenguaje administrativo tan lleno de gerundios que diría mi adquirido maestro Ortega. Me falta poética, qué le voy a hacer. Pues eso, intentar entonarles un poema en prosa, un cuento que siendo metira les revele alguna verdad.
Cuando los árboles no nos dejaban ver el bosque
Amaneció como casi todos los días, nublado plomizo, amenazando lluvia. El alcalde se levantó, como todos los días, despreocupado. Gobernar un pueblo de pocas almas no le generaba mayor intranquilidad. Es más, sabía perfectamente que le criticaban por su generosa inactividad. En realidad le ponían a parir, en el bar o en la cocina de casa, pero encontrarle en la calle era todo un besamanos. Se desayunó un café bebido y un gracias al cielo por darle un día más. Y bajó al Ayuntamiento, a dos palmos de casa, para pasar la mañana sin pena ni gloria. Una mañana igual a tantas otras en los tres últimos años en el cargo.
La voz ya había corrido como un reguero de pólvora, como tantas otras veces. Pero esta vez le pilló de sopetón, tomando el segundo café y un coñac en el bar junto a la casa consistorial, donde paraba a leer el periódico antes de entrar a su despacho. Un consorciante le preguntó qué era eso de que la Consejería de Montes había anulado la corta. Sin responder al vecino salió pitando al despacho del Secretario municipal a enterarse de la mierda que seguro le estaba preparando el jefe de la oposición.
Le preguntó por la cuestión de la subasta y si había llegado alguna noticia de la Consejería. La respuesta fue como un latigazo. El Secretario le contó que se acababa de recibir con el correo la respuesta de la Consejería. Respuesta extraña, por primera vez en medio siglo, les decían que debido probablemente a un error del ayuntamiento, el listado de lotes de maderables iba con nombres y apellidos de los beneficiarios. Y que eso había que corregirlo, ya que los consorcios no existían ni estaban en vigor. Desde hace nueve años, añadió el Secretario, os lo vengo diciendo. No hay que tentar al diablo, no sea que algún día se despierte. Pues bien, ese día ha llegado. ¿Y quien cojones lo ha cesterroneado por el pueblo, antes de que lo supiera yo? Espetó el Alcalde, mostrando su sempiterno mal carácter y mal disimulado. Un cruce de hombros fue toda la respuesta que obtuvo, lo que le hizo pensar que seguía teniendo demasiados enemigos. Y tener uno solo es demasiado en un pueblo con dos mil almas, mucho más si es el propio Secretario, pensó amoscado.
Supongo que tenemos que responder o ¿nos hacemos los sordos como siempre? Preguntó con rabia el Alcalde, sin esperar respuesta. Les podemos decir que..., da igual, le consultaré al abogado. Ese es un buen principio, le respondió el Secretario, sin muchas ganas.
Por cierto, señor Alcalde, acaba de entrar en el Registro un escrito de Ricardo Perujo y familia reclamando su consorcio. Le pilló el aviso justo cuando cerraba la puerta del despacho del Secretario. Y eso le puso de peor humor. Era una historia vieja del año noventa y cinco que le ponía en peor situación. Perujo era concejal de la oposición y el asunto estaba sin solucionar porque ni el ayuntamiento ni el concejal habían hecho nada por llevarlo a término. Desde el año noventa y cinco estaba sin hacerse, y nadie lo había exigido, la medición del terreno para formalizar la concesión. Pero ya estaba plantado de eucaliptos y estos bien gordos para ser cortados el año venidero.
Si pongo un circo, me crecen los enanos, pensó sin gran imaginación el Alcalde y se fue a ahogar sus penas, tras avisar al Concejal de Montes, al bar más próximo, al bar de siempre, las mismas penas, los mismos problemas y sin posible solución que contentara a nadie. Al salir de la puerta del consistorio, comenzó a llover a cántaros. A lo lejos se oyó el estribillo de una vieja canción, de un grupo ya olvidado: "Tiene que llover, tiene que llover, tiene que llover, que tiene que llover a cántaros..." y confundidas con las gotas de lluvia se le resbalaron dos lágrimas una por cada ocasión perdida.
La Casta no cejará (pero ¿les conviene?), yo tampoco.
Un saludo y corred la voz
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